Oscar Hernandez Beltran
Es tierra, vida, madre:
son los vientres
en donde asoma el rostro de la muerte
y pasa
como ceniza leve
que flota en el agua.
Ceniza que remueve el viento,
que corona al fuego,
que calienta
en el manto de la tierra.
Si alguna, la función del arte es reintegrarnos a nuestra condición humana, al “olvidado asombro de estar vivos” que decía Octavio Paz. La obra de Guillermina Ortega cumple puntualmente este designio. Para conseguirlo, acude a la fuerza primigenia de la cultura indígena, a la energía vital de sus mujeres, a la asombrosa capacidad que éstas poseen de dialogar con la naturaleza.
Guillermina ha descubierto que la rutina anónima y aparentemente intrascendente que llevan a cabo las creadoras indígenas tradicionales al elaborar sus piezas es, en realidad, la puesta en juego de una visión compleja del cosmos; un diálogo con el universo. Se ha dado cuenta, además, de que tal coloquio es consecuencia de un conjunto de certezas heredadas, conforme a las cuales sólo es posible obtener el don de transformar adecuadamente la materia si se mantiene una actitud de profundo respeto, de franca veneración ante los elementos; y de que únicamente este talante posibilita la adecuada metamorfosis del universo. Ha advertido, en suma, el carácter esencialmente ritual de la creación indígena.
Tales hallazgos le han impuesto la necesidad de devolver su sentido original a la representación simbólica de la naturaleza, con el ánimo de develar, para ella misma y para todos nosotros, el impulso primero de las cosas que nos rodean. Dicha empresa la compromete a solventar dos tareas fundamentales: la armonización de elementos aparentemente dispares y la integración de un nuevo orden que resulte, a la vez, atingente y revelador.
En la primera de estas faenas podemos encontrar el sentido fundacional de la labor artística, el viejo e inevitable oficio de elaborar metáforas para revelar el mundo: vasijas que son vulvas, flores que son raíces; en la segunda, el adocenamiento preciso de los ingredientes vitales mediante el establecimiento de un orden específico; la implantación de un espacio en el que tales imágenes encarnan y se sacralizan: la instalación que guía al visitante al encuentro con las verdades elementales que constituyen, a un tiempo, nuestro origen y nuestro destino. La creación de una atmósfera que se convierte en nuestro devenir.
Como sabemos, las revelaciones fundamentales han sido y serán la materia básica de la producción artística. No obstante, siempre resulta perturbador advertir la eterna historia del principio. Traer a cuento, por ejemplo, estos versos del poema Soles, de Dolores Castro, escritos en 1977, que definieron desde entonces, de manera diáfana, el sentido de la obra que hoy presenta Guillermina Ortega:
Es tierra, vida, madre:
son los vientres
en donde asoma el rostro de la muerte
y pasa
como ceniza leve
que flota en el agua.
Ceniza que remueve el viento,
que corona al fuego,
que calienta
en el manto de la tierra.